martes, 20 de octubre de 2009

POR LAS AZOTEAS

Desde lo más alto de las casa envían sus mensajes y él aprendió a entenderlos. Descubrió que los lunes los ladridos son distintos y que los sábados todos están decididos a ladrar. Desde las azoteas los perros se hablan. Se dicen qué es lo que está por venir.
Se narran el cotidiano que ven desde las alturas, pero sobretodo, relatan lo que está pasando en cada una de las casas en donde viven. Son un indicador perfecto para los estudiosos del comportamiento humano, sí se logra descifra su extraña lengua. Pueden revelar la intimidad de un hogar. Lo que ocurre en sus entrañas, y alertan sobre los peligros o dichas que se aproximan. El problema es que pocos pueden comprender un código tan ajeno, tan estruendoso.
Camilo Rodríguez Urrieta lo había conseguido. Lo logró a fuerza de vivir en cautiverio 19 meses y 7 días en el palomar de la unidad habitacional de San Nicolás, barrio bravo enclavado en el Centro Histórico. Sórdido espacio pintado en escala de grises.
Nueve Copas casi había perdido todo y ahora ese era su lugar. Parecía que había caído en una realidad lateral. Por todos lados hablaban de la macabra estancia que se vive en un secuestro. De la voraz mente de un demente que, al final, siempre lograba escapar. Del calvario familiar. De los auriculares helados en la llamadas de rescate. De las pruebas de vida. De las amputaciones.
Lamió el borde del naipe con la lengua como si lo afilara. Era cartón, el mismo cartón con la que se hace cualquier baraja española, pero esta vez se veía aún más amenazante.Con las manos atadas con el cable de una plancha, Camilo confirmó esa tardenoche lo que sospechaba desde el martes anterior: podía entender a los perros. Desde los techos le gritaron que estaba apunto de morir.

martes, 13 de octubre de 2009

EN EL PATÍBULO/SHAWERSDEPUREZA

En el patíbulo, en el borde del pricipicio estaban. Andaban sin luces una carretera sinuosa y con neblina de Michoacán. Él confiaba y dormía. Ella jugaba mientras conducía a soportar el vértigo de 10 segundo en oscuridad. Apretaba sus ojos verdes. Manejaba sólo con la mano izquierda y de oído.
Una zanja lo despertó brevemente como una una turbulencia dentro del sueño que tenía en el que viajaba de México a Bocagrande en un Boeing 474-colosal ave de fierro-, que sólo transportaba a dos.
***

Dos cervezas heladas a un lado de la carretera rumbo a Lázaro Cárdenas fueron el desayuno. Le gustaba oler al medio día a camarones con cerveza mientras conducía y fumaba. Convencido, el aceptaba ese aroma a cambio de besos.
Dos ancianos vendían gasolina sobre la carretera. Anticipaban que pasarían 78.4 kilómetros antes de la la próxima gasolinera. A menos ahí había jícamas con chile, aguas de chía, tacos de canasta, chaparritas de sabores -heladas en un balde de aluminio con hielo al que se le derretía la tierra de camino-, pepino con piquín, ollitas con escuer y tequila.
Dos minutos largos fueron destinados para un beso que había aguardado 16 horas con 673 kilómetros. Ella dijo poco, nada más volteó la cabeza y le acomodó lo lentes como diadema. No se detuvieron. Calleron en el piso del lado del copiloto junto a una lata de aluminio. No supo que decir y mejor no dijo nada. Se pegó su pene a la entrepierna por la humedad de esta zona de sierra y por la de ella que sabía, ya cerca de las tres de la tarde, a un exquisto platillo de mar y tierra.
Dos veces a la semana, Lonlynaits soñaba con que eso ocurriera.