Desde lo más alto de las casa envían sus mensajes y él aprendió a entenderlos. Descubrió que los lunes los ladridos son distintos y que los sábados todos están decididos a ladrar. Desde las azoteas los perros se hablan. Se dicen qué es lo que está por venir.
Se narran el cotidiano que ven desde las alturas, pero sobretodo, relatan lo que está pasando en cada una de las casas en donde viven. Son un indicador perfecto para los estudiosos del comportamiento humano, sí se logra descifra su extraña lengua. Pueden revelar la intimidad de un hogar. Lo que ocurre en sus entrañas, y alertan sobre los peligros o dichas que se aproximan. El problema es que pocos pueden comprender un código tan ajeno, tan estruendoso.
Camilo Rodríguez Urrieta lo había conseguido. Lo logró a fuerza de vivir en cautiverio 19 meses y 7 días en el palomar de la unidad habitacional de San Nicolás, barrio bravo enclavado en el Centro Histórico. Sórdido espacio pintado en escala de grises.
Nueve Copas casi había perdido todo y ahora ese era su lugar. Parecía que había caído en una realidad lateral. Por todos lados hablaban de la macabra estancia que se vive en un secuestro. De la voraz mente de un demente que, al final, siempre lograba escapar. Del calvario familiar. De los auriculares helados en la llamadas de rescate. De las pruebas de vida. De las amputaciones.
Lamió el borde del naipe con la lengua como si lo afilara. Era cartón, el mismo cartón con la que se hace cualquier baraja española, pero esta vez se veía aún más amenazante.Con las manos atadas con el cable de una plancha, Camilo confirmó esa tardenoche lo que sospechaba desde el martes anterior: podía entender a los perros. Desde los techos le gritaron que estaba apunto de morir.
martes, 20 de octubre de 2009
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