viernes, 13 de noviembre de 2009

ALA PEQUEÑA

La vi escuchando a Hendrix sentada en un sillón lleno de pelos de perro con una caguama a sus pies, los ojos cerrados, y su tono blanco enrojecido por la mezcla del frío, el trago y la hierba. Olía justo como huele ahora. A diciembre. Un altavoz desde la calle alertaba que los tamales ya estaban calientitos. Nosotros dos solos en un rústico mezanine en Tláhuac, a las seis de la tarde, con tres años menos, queriendo que nadie regresara para podernos besar con la delicia extra que aporta el reloj en lentitud.
Se sentó encima de mí. No podía creerlo. Nunca pude creerlo. Ni cuando me tomaba de la mano, ni cuando me besaba por sorpresa, ni cuando aceptó que durmiera en su cama, ni cuando me llamaba, ni cuando me escribía de pronto.
Puedo exagerar, por la fragilidad de la memoria, pero creo que llevaba puesto la playera blanca con un extraño impreso en tono naranja con la que me parecía más bonita.
La tocaba entera y ella me tocaba a mí. Nos besábamos con la ganas contenidas del que sólo se habla por teléfono durante meses y al encontrarse tiene 48 horas para decirse y hacerse todo. Olía exactamente como huele ahora. A frío. Recuerdo más la impresión que la sensación. Abría los ojos espiándola como si yo estuviera oculto.
Un estruendo color ámbar nos detuvo. Le pegamos a la caguama con los pies. Fragmentos del embase se multiplicaron, señal de que todo tenía que parar.
No era extraño, en eso que teníamos, que algo insólito ocurriera. Largas filas de “caguamas por estallar” todo el tiempo nos detuvieron.
***
Ahora siempre les busco un lugar. La mesita de centro, el buró, la parte baja del sillón -pero del lado del descansa brazos-, o de plano la llevo apresurado a la cocina y me olvido del trago mientras beso.

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